Las historias más tristes son
aquellas que terminan cuando querías que fuera y no podía ser.
Y tú saltaste. Saltaste a la
piscina, como solías hacer, aun sin tener siquiera agua. Solías recordarte a diario
que el límite no lo ponías tú, como solías hacer.
Nadie apostaba por ello y tú, aun
sabiendo que el póker no era lo tuyo, lo pusiste todo sobre la mesa, a carta
descubierta. Todos sabían cómo terminaba el juego, conocían las reglas mejor
que tú, pero tú sabías, con certeza, que lo contrario de vivir es no
arriesgarse. Y arriesgarse implicaba asumir el final de esa historia tan mágica
y tan triste. Mágica porque tenía truco y triste porque no pillaste el truco.
Hasta hoy.
Nadie te había dicho que el juego tenía aquellas reglas diferentes a
las que solías emplear. Supongo que es una cuestión de costumbre, era lo más
difícil, asumir que nada sería igual después de tu historia.
Las historias más tristes son
aquellas que terminan cuando querías que fuera y no podía ser.
Y tú la seguiste. Seguiste
kilómetros a la rosa de los vientos, viento en contra. Solías recordarte a diario
que el límite no lo ponías tú, como solías hacer.
Despedirse cuando no te queda
nada atrás, cuando tu mochila no pesa más, es fácil, es relativamente fácil.
Pero tú cargarías ese peso siempre, recordando los límites, las reglas y la
falta de costumbre.
Quien no arriesga, no gana,
dicen, pero tú arriesgaste y perdías, un día tras otro. Y tú sentías ganar, a
pesar de todo. Fuiste todo aquello que no querías ser, todo aquello que querías
ser y pensaste por algunos mágicos instantes en lo que podríais haber sido. Ambos.
Y dormir sin soñar no solía ser
lo tuyo.